jueves, diciembre 20, 2007

Preparados , listos y mejor que ayer


Producto de la cantidad de sismos que han mantenido alerta a todos ante el más mínimo remezón, me han propinado un gran: “Cállate”, porque sin medir las consecuencias de las palabras, algo muy, pero muy usual en quien escribe esbocé un gran: “Debiera terrmotear luego, en vez de estar urgidos por pequeños temblores”.


Y tan descabellado no es, en este momento la población está en alerta, saben donde recurrir, tienen velas y víveres a manos, números de las oficinas de emergencias, los niños salieron de vacaciones, y todo un cuanto hay para un país que vive en alerta constante debido a su calidad geográfica de sándwich entre dos placas.


Y esto es lo bueno que pocos ven, y sólo se hacen presa del pánico que provoca un movimiento telúrico, olvidando que en otras condiciones ha sido peor, cuando el factor sorpresa arremete, y todos petrificados intentan reponerse ante la catástrofe. Claro, reconozco el gusto sádico por los temblores, y además, alivia pensar que nada tiene que ver con el calentamiento global y la cantinela conocida por todos, terremotos ha habido siempre, y bien que sabemos de ellos.


Pero, el punto es otro. Detengo la divagación para tratar de entender por qué preferimos alargar, dilatar y esperanzarnos ante situaciones inevitables, un día más de paz, una más noche durmiendo entrelazados, cerrar los ojos y esperar cambios en la inexorabilidad de la muerte. Como si por esperanzarnos ese “algo” dejará de ocurrir, no podemos comparar emociones con hechos científicos, más un paralelismo simple resulta, una gris deducción, pero resulta.


Pensamos que con nosotros serán distintos, confiamos en la calidad única y especial de cada ser humano, creemos y soñamos con lo imposible, nos aventuramos en desafíos con fecha de vencimiento, al fin del túnel inventamos luces, hacemos la vista gorda para evitar sufrir, aún sabiendo que algo malo pasará.


Tercos , porfiados, masoquistas , pero intentando ser felices.


Está claro, los parabienes y buenos deseos de los reyes magos no han pasado por mi mente, y lamentable sería si pasara algo catastrófico a fin de año, pero prefiero estar prevenida y saber de antemano para reaccionar de la forma correcta. Prefiero reventar los sueños irrealizables, cortar la espera sin esperanza, y dejar de derramar lágrimas sobre la leche derramada.


Prefiero un terremoto para empezar de cero.


Disculpas por el tono negrusco, la falta de espíritu navideño, y no medir las reales consecuencias de un terremoto, las muertes y todo lo que conlleva, pero insisto estamos mejor preparados que ayer.

lunes, diciembre 10, 2007

DETALLES

Cuando pensamos en los momentos culminantes de nuestra vida, generalmente los relacionamos con hechos concretos, fechas significativas, como algún cumpleaños, entrada o salida del colegio, título universitario, los primeros sueldos, nacimiento de hijos, aniversarios..., hay otras experiencias significativas tanto o más importantes que éstas por la impronta que podrían dejar en nosotros, en especial si nos damos cuenta y las dejamos pasar porque son sencillas y les falta espectacularidad.

Momentos únicos en la vida que ocurrieron sin que los esperáramos, momentos en que todo pareció claro, en que pudimos ser íntegros, totales, sentirnos vivos en una intensidad no conocida. Momentos en que toda la confusión desapareció y nos vimos con total claridad.


Instantes largos o fugaces en que hemos podido Ser, en paz, en coherencia, en total certidumbre y expresión. Certidumbre, significado esquivo por estos días en que la inestabilidad emocional, laboral, y racional naufragan en incógnitas.


Quizás ocurrió mientras caminaba por la calle y no esperaba nada, o cuando levantamos la vista del computador, o cuando conversábamos con un amigo, o bebía en soledad una mala botella de vino, entonces vino una comprensión de plenitud en que supe que no necesitaba nada más, nada más que ser en cada momento íntegro, nada más que estar completamente allí.


Todo se transformó, el mundo cobró encanto y se me reveló la cara oculta de las cosas. Pude ver el brillo y la dignidad de vivir, entender que el ahora es inigualablemente mejor que el mañana, y el pasado, sólo un buen o mal recuerdo.

En una cultura en que todo es productividad, en que todo tiene valor en un sentido instrumental, o sea en un beneficio medible, ojala económicamente, tendemos a no prestar atención a este tipo de experiencias, sin embargo ellas son el condimento de la vida, y reprimirlas u olvidarlas es ahogar la posibilidad de vivir una vida con significación y sentido.

No se trata sólo de solazarse con momentos agradables (lo cual ya es válido en sí) o encantadores, sino que de despertar a otra visión, una donde los excesos, sobre estímulos, la permanente ansiedad por tener más y más cosas. Las experiencias ya no constituyen los espejismos que conducen nuestro vivir, sino la simplicidad, la sensibilidad, la sutileza, la comprensión que aparecen naturalmente cuando acallamos el rollo mental que no nos permite valorar lo sencillo y escuchar los mensajes internos.


Entonces es cuando todo lo que parecía insignificante cobra relevancia: el gesto, la palabra, la respiración, la luz que cae sobre un objeto, el alimento, el escuchar y hablar, todo, hasta los más mínimos detalles se vuelven significativos; porque la claridad de una nueva consciencia los alumbra y ya no necesitamos nada extraordinario en nuestras vidas porque todo, hasta lo más cotidiano, se ha transfigurado.


Y lo mejor de todos es que nos libera de vivir pensando en el futuro, de proyectar constantemente hacia adelante el día en que al fin seremos felices o dejaremos de vivir en el sinsentido. Nos hace entender que todo está aquí y ahora, que no necesitamos nada, que la gran Vida siempre fue pródiga, que quizás fuimos nosotros los que por estar obsesionados con nuestros deseos, no supimos Ver.

Ayer lo llamé conformismo, hoy tranquilidad.



miércoles, diciembre 05, 2007

Hermanas

Pobre odiosa, pobre famélica vida que le tocó vivir. Entre los ruidos de las tazas en la hora del te, untó la mantequilla endurecida, mascó un pan integral y prendió un cigarrillo, siempre se puede alimentar y cagar al cuerpo de una vez, para qué esperar, para qué hacer lo correcto, sí la suerte está echada, y salvo ganar un camión goliat a los cuatro años, eventos afortunados no hubo.

El teléfono sonó. Sin apuros ni expectativas, entre bocanadas de humo contestó.

La curiosidad mató al gato, y así como iba, una longeva vida sin sobresaltos le esperaba. Noticias buenas o malas daban igual, seguro un número equivocado, alguien haciendo una encuesta o publicidad engañosa diciendo: Ud ha ganado un viaje al caribe, sólo debe darnos el número de su tarjeta de crédito, comprobar el cupo de su débito y listo, pero como no tenía tarjeta de ningún tipo, eso tampoco importaba.

Y los amigos dejaron de llamar hace tiempo, el mismo día en que cometió el error cerrarles la puerta en sus caras por enésima vez, y de paso decirles lo poca importancia de sus existencias.

- Alo, ¿con quién hablo?

- Soy tu hermana, necesito hablar contigo.

- Y para qué, no creo que debamos hablar, no nos hace bien.

Con el teléfono en una mano y el cigarrillo en la otra, miró de reojo el espejo, vio su expresión en su rostro, las cicatrices en sus brazos y colgó.

Para algunos hablar exorciza, despoja los pensamientos atorados del cemento pegado en sus zapatos. Otros prefieren callar, silenciar los latidos aguantando la respiración lo máximo posible hundiendo la cabeza en la tina, hasta cuando el agua enjabonada entra en la nariz, hasta cuando la mente queda en blanco y el brillo de las paredes entra en los ojos como estalactitas.